Ceija Stojka, esto ha pasado

Corría el invierno de 1944, y en el campo de concentración nazi de Bergen-Belsen, los montículos de cadáveres crecían entre las alambradas y el fango. Ceija prefería estar cerca de ellos. Con los muertos estaba tranquila, a salvo del viento frío; algunos eran antiguos conocidos y sentía que sus almas revoloteaban, protegiéndola. Apenas contaba con doce años y luego de sobrevivir a tres campos de concentración, le había perdido el miedo a la muerte. El fascismo no solo había marcado su brazo con los dígitos Z6399 para identificarla como gitana romaní, sino también su vida con episodios e imágenes pesadillescas de los que nunca escaparía.

Después de la guerra intentó reinventarse, pero tuvieron que pasar casi cuatro décadas de silencio, hasta que con la muerte de su hijo Jano, Ceija Stokja (Austria 1933-2013) soltara un grito liberador a través del arte, una explosión de testimonios escritos y visuales que documentarían el exterminio zíngaro y que terminarían convirtiendo su voz en embajadora de la comunidad romaní. 

Con la publicación de su primer libro autobiográfico Vivimos en secreto: recuerdos de una gitana-romaní (1988), la realización del documental Ceija Stojka, retrato de una romaní (1999) por Karin Berger,[1] y la presentación de varias exposiciones de dibujos y pinturas, la artista argumentaba la realidad de un pueblo marginado, perseguido, objeto de discriminación y olvido histórico, cuyos derechos continuaron siendo pisoteados después del fin de la Segunda Guerra Mundial. 

La dolorosa experiencia narrada por Ceija llega a convertirse entonces en un medio de reafirmación. La artista enfatizaba en los valores culturales de la minoría étnica a la que representaba, de centenarias tradiciones y costumbres; y denunciaba las atrocidades cometidas en el pasado durante el porrajmos,[2] y lo injusto de su tardío reconocimiento. 

Dada la fuerza expresiva y los contenidos emocionales de su obra, realizada de manera autodidacta entre 1988 y el 2012, empezó a llamar la atención de coleccionistas y prestigiosas instituciones. Las primeras exposiciones monográficas de peso de la artista tuvieron lugar en el Museo Judío de Viena (2004); luego en Berlín (2014) bajo el título “Incluso la muerte tiene miedo de Auschwitz”, siendo esta la de mayor rigor y envergadura hasta el momento al hacer confluir los textos con las pinturas y dibujos de la artista, además de dividirse en tres partes: en el memorial del campo de concentración de Ravensbrück, La Galerie Nord (Kunstverein Tiergarten) y la Schwarze Villa[3]; le sucedieron las del Centro Cultural Friche de la Belle de Mai (Marsella, 2017) y La Maison Rouge (París, 2018); y a su vez el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía le abrió las puertas con la presentación de la muestra “Esto ha pasado” (Madrid, 2019-2020), en una cuidada compilación de piezas distribuidas museográficamente a partir de cuatro etapas de sobrevivencia de la artista, bajo los subtítulos: “Mientras viajábamos”, “La Caza”, “La experiencia en los campos”, y “Regreso a la vida”[4]. En ellas era notable la interrelación de elementos comunes que apoyaban la cohesión narrativa y la sucesión cronológica de los hechos.  Siendo esta, una oportunidad excepcional para apreciar el trabajo de Ceija en toda su magnitud, y de reconsiderar el posicionamiento del art brut en la escena contemporánea.

En las pinturas de Ceija, lo gestual domina la acción artística evidenciando la necesidad del contacto físico con el soporte y los materiales. La artista mezcla con sus manos varios colores para luego esparcirlos sobre la superficie. El resultado: tonos sucios que aplica de base en fondos, o en espacios destinados a representar el cielo y la tierra. En ocasiones, las manos sustituyen a la espátula y el pincel, recreando texturas enérgicas y efectos imposibles de obtener de otro modo; se destacan los empastes, los movimientos bruscos de luces y los recorridos intensos de color. Ceija toca con sus propias manos el cielo y la tierra que exaltó en sus poemas y escritos; y sin proponérselo, incita al público a la experiencia táctil de recorrerlos con los sentidos, de revivirlos. 

Tras ese obsesivo viaje de regreso a aquellos pasajes que marcaron su niñez, adquieren protagonismo las zonas dedicadas compositivamente al cielo y la tierra. En los cielos de Ceija, se delata el dolor y se enfatiza el dramatismo en cada escena pintada: atardeceres, soles rojos, nubes grises que presagian lo que está por ocurrir en paisajes bucólicos y evocadores, donde bajo el signo de la inminente tragedia reina la nostalgia y la quietud; o en aquellos, de atmósferas tormentosas y apocalípticas, al tratarse de los días a escondidas y en los campos de concentración. 

Por otro lado, la tierra en los paisajes se percibe cual otro personaje, ya sea cubierta de nevadas, pastos, flores y lodo. Tanto el elemento del cielo como el de la tierra, abren y cierran abruptamente un paréntesis visual en las pinturas, y se genera una retroalimentación espacial suspendida en líneas de horizontes de acentuados ángulos cinematográficos, logrados desde diagonales o la amplia disparidad entre ambos.  

El dibujo, en cambio, realizado por lo general en blanco y negro con tinta, rotuladores, bolígrafo, o acrílico sobre papel y cartón, apoya el relato de la etapa de persecución y encierro en los campos de exterminio. La monocromía denota crudeza, lo desgarrante de lo sucedido; en tanto los trazos precarios, casi caricaturescos, descubren la fragilidad de cuerpos desnudos, siluetas lánguidas, fantasmagóricas, en las que apenas se esbozan extremidades, senos, inquietantes ojos, rostros desfigurados y masas compactas de cadáveres despedazados. Eran ellos parte de sus juegos, era la muerte interpretada por la mirada estoica de una niña sin infancia.

Otro aspecto a tener en cuenta en la obra de Ceija, es la relación que establece entre el lenguaje escrito y el visual, de modo que la escritura en muchos casos acompaña el reverso de dibujos y pinturas sobre lienzo o papel, reforzando la trama de la imagen; o siendo parte de esta, como ocurre también en los cuadernos donde la artista escribía y dibujaba. En estos, las palabras y las frases repetitivas comprendían una especie de poema visual de formas abstractas. La antigua caligrafía de la artista, de rasgos adornados y tendencia a lo decorativo, por momentos se complementaba con el detalle de dibujos, fechas puntuales y números. 

Cuadernos de la artista. Colección Hojda y Nuna Stojka. Ceija Stojka International Fund, Viena.

En la obra de Ceija, adquieren especial significado determinados leitmotiv que conforman su poética: la rama sobre su firma (en la esquina inferior de las obras) que rememora cómo se alimentaba de las plantas que crecían en el suelo del barracón donde durmió durante el período de reclusión; el ojo aterrador nazi de acosante vigilia; las botas militares cual símbolo de violencia e imposición;  las chimeneas de los crematorios que llenaban los cielos de humo y el ambiente de olores mortuorios; las afiladas alambradas que soportaron el llanto y la sangre de miles personas; los montículos de reclusos y cadáveres; y en contrapartida a los símbolos de la Gestapo, los campos desordenados de girasoles, la flor eterna de los gitanos.    

Aunque quizás uno de los símbolos más recurrente sean los pájaros; presentes a modo de presagio desde las pinturas que mostraban las imágenes de la vida en comunidad, hasta los días oscuros en los campos de exterminio. Allí estaban los cuervos, las aves de rapiña, como testigos mudos de los crímenes, asediando el último aliento. Esta imagen repulsiva tuvo que afectar a Ceija a tal punto, que antes de volver a Bergen-Belsen de visita, luego de 54 años, tuvo un sueño que le perseguiría: en él, las montañas de muertos se juntaban hasta formar un gigantesco pájaro humano. Las fosas comunes se abrían y se levantaban para convertirse en el tronco de aquella ave inmensa de tumbas humanas. Esta relación de los pájaros con la muerte estará presente en varias obras, entre ellas “Cadáveres” (2007), donde pájaros, almas y cruces esvásticas se confunden y alzan el vuelo.

No importa lo tardío del reconocimiento de la obra de Ceija, tampoco tiene mayor valor definir con claridad los patrones que la inscriben dentro del art brut: en la actualidad sus producciones se encuentran entre las más impactantes y conmovedoras del género. Su contundencia radica en la presentación de un cuerpo sólido que responde a una urgencia expresiva, cual respuesta a las situaciones traumáticas que vivió durante su niñez no solo en los campos de exterminio, sino antes y después a razón de la segregación racial de la que fue objeto por pertenecer a una etnia romaní. Sus perturbadoras imágenes, resultan un ejercicio de la memoria y adquieren un carácter profundamente humano, al pronunciarse desde un acto de valentía y justicia. Ceija Stojka intentó dar paz a sus tormentos, y salvar de posibles olvidos un capítulo nefasto de la historia, con la esperanza de que barbaries como aquella no vuelvan a repetirse[5].

©Yaysis Ojeda Becerra 

Investigadora y crítica de arte

(Madrid, abril 2020)


Notas:

[1]La directora de cine Karin Berger le dedicaría un segundo material audiovisual titulado: Debajo de los tableros hierba verde clara (2005, 52mn, Digibeta, 4:3); además de la edición del libro ¿Sueño que vivo? Una niña gitana en Bergen-Belsen (Editorial Papeles Mínimos, Madrid, 2019).

[2] Término romaní empleado para denominar el genocidio gitano durante el holocausto.

[3] Comisariada por Matthias Reichelt y Lith Bahlmann, Ceija Stojka: Sogar der Tod hat Angst vor AuschwitzVerlag für moderne kunst, Wien, 2014.

[4] Actualmente en exhibición: monográfica Ceija Stojka (1933-2013), Konsthall Malmö, Suecia, del 30-1-2020 all 18-04-2021.

[5] Texto publicado en Cuadernos Gitanos, Instituto de Cultura Gitana, (Madrid, septiembre 2020) y en versión italiana en el No. 20 de la revista Osservatorio Outsider Art (Palermo, octubre 2020).