“Vida es círculo. Vida es circunstancia,
circunferencia, circulación”
Man
Fueron las circunstancias de un viaje sin regreso, lo que propició que en la primavera de 1961 llegara Manfred Gnädinger (1936-2002) a la Costa da Morte, en Galicia, España. En aquel momento era solo un joven alemán con inclinaciones artísticas, ideas pacifistas y medioambientalistas, que lejos estaba de imaginar el rumbo que tomaría, en el pequeño pueblo pesquero de Camelle. Cuarenta y un años de transmutación, de libertad e intercambio emocional con la naturaleza: el sujeto cual ente natural, indisolublemente ligado al mar, al ciclo vital de la tierra; donde el elemento del círculo constituiría el principio y el fin, en décadas de convertir su vida en un happening interminable que comulgaba el arte a su cotidianeidad.
Desde el instante que Manfred decidió quemar sus documentos personales, dejó atrás un pasado de convencionalismos sociales, para construirse un nuevo entorno de representaciones visuales: su Museo. A partir de entonces, se le conocería como Man o El Alemán de Camelle: y todo lo que su vista alcanzaba al levantarse, lo fue transformando de a poco en objeto artístico. Hasta conformar una única obra integrada por los desechos del mar, las fantásticas esculturas en piedra de su jardín, la diminuta caseta con lo justo para vivir, las acciones plásticas en el dique, las instalaciones, las pinturas, dibujos y fotografías. Una transformación que incluiría su propia imagen, al abandonar las ropas y deconstruirse en la simplicidad del desnudo, despojado de ataduras materiales, en franco gesto performático, instintivo y experimental. Con el uso de su cuerpo como elemento de interacción con el medio, sensible a los signos y señales, reafirmaba el carácter procesual del hecho artístico, en un largo ritual que asumiría cual filosofía de vida o religión.
Esa misma simplicidad, constante en sus obras y acciones, marcarían una delicada línea que mostraba al individuo en su estadio más puro; en diálogo abierto con los fenómenos de la naturaleza y en especial con el mar. De tal modo que decidiera construir su Museo a orillas de este y llegara a sentirse hijo de Neptuno, nacido de una ola. El mar era el centro, protagonista de lo inusitado, elemento perturbador y de poder, escenario de muertes y fuente de reflexiones; en el mar, el artista encontró el motivo para emerger con una particular cosmovisión afincada en lo autorreferencial; su experiencia personal, de encuentro y sobrevivencia, trazaría las coordenadas de un paisaje interior asentado en la síntesis de las formas circulares.
En el círculo Man encontró su máxima expresión, un leit motiv traducido en lenguaje abstracto y al mismo tiempo directo. El círculo resumía una estética obsesiva pero sobria, mínima en recursos; de una organicidad geométrica sustentada en un pensamiento complejo y guiada únicamente por el impulso de la creación. Con juegos de círculos de contrastes cromáticos, el artista cubría toda su caseta del suelo a las paredes. Las formas circulares determinaban los ensamblajes de las esculturas del jardín o las instalaciones que realizaba con antiguos espejos; con círculos pintaba las rocas del entorno abrupto, el muelle en el pueblo, las fachadas de algunas casas; y los casi trescientos ochenta metros de dique que una vez dividieron su Museo, para después convertirse en una extensión del mismo, al quedar cubierto por composiciones a gran escala, esculturas con elementos de reciclaje, o dejar plasmadas las huellas de su cuerpo sobre el cemento fresco —a manera de protesta— cuando empezaban a construirlo.
Es posible afirmar que el carácter efímero de aquellas obra expuestas al medio natural y hostil, le generaran al artista una dinámica circular e infinita, que lo obligaban a la acción repetitiva e incesante de rehacerlas una y otra vez. Ese énfasis cíclico, pudo haber influido en el ritmo de los aforismos de acento poético y otros textos metafóricos, que Man solía escribir cual ejercicios reflexivos y teóricos. En uno de sus aforismos sobre el círculo comentaba: “El punto, espacio cero. La nada. Por contraste, el círculo con dimensión. Si me alcanza la nada, dejo de existir. Si me llega el centro de mi círculo, soy todo presente.”
Luego, en una entrevista realizada a Man en 1986, por Radio Televisión Galicia, el artista comentaba sobre los códigos del círculo en su obra, la relación de este con el mar y su personalidad:
“Mi alma es nada más que el círculo, y si es jorobado el círculo pues es la ola, la onda, y soy así, sin cuerpo, sin nada, solamente libre así, y soy agua nada más (…)El círculo es el elemento del mundo, no existe más que el círculo. Es el origen de otros elementos. El círculo así es todo, en tres dimensiones o más, si existen. La recta también está dentro del círculo. La horizontal cuando miramos ahora al mar es una recta, pero por la larga no, por la larga es el círculo de la tierra; y así, circulación, circulación del universo, es todo un círculo, todos círculos; y si es cuadrado pues es un círculo de cuatro puntos (…); y así el triángulo, es un círculo de tres puntos (…); el círculo es más suave y redondo como el cuerpo (…)»
Un detalle a considerar en la obra de Man, fue su aislamiento voluntario. Apenas contaba con un puñado de amigos, y prefería mantener el vínculo con su familia por correspondencia postal. El artista consideraba la soledad como su tabla de multiplicar, monólogo íntimo y modus vivendis. Una soledad que pudo estar condicionada por las contradicciones culturales con el entorno social que le rodeaba. Algo que suele ocurrir con los artistas outsiders, cuando deciden romper esquemas y salirse de las conductas aceptadas por la sociedad. Aunque a pesar de este aislamiento, las personas que visitaban su Museo desde varios lugares del mundo, conformaban una parte activa al interactuar con el artista mediante pequeñas agendas que Man ofrecía para que dibujaran y compartieran sus impresiones. Por años, el artista reunió miles de agendas que recogían las experiencias de esta acción participativa, y que hoy se conservan como parte integral de su propia obra. El proceso artístico se movía en este caso, de la obra al público y viceversa, en una continua retroalimentación, donde la participación y el intercambio se convertían en factores primordiales.
Al igual que las pinturas monumentales con los grandes círculos, la caseta y el jardín de esculturas en piedras, eran la fascinación de quienes visitaban el Museo.[1] Todo el complejo resultaba un site specific en constante evolución. La acogedora caseta de madera, ladrillo y cristal apenas medía cinco metros cuadrados en su planta habitable; en ella conservaba sus libros de arte y filosofía, catálogos, herramientas y materiales, las agendas debidamente ordenadas por fecha, cuadernos de apuntes, libros manipulados, instalaciones y piezas escultóricas de huesos, caracoles, conchas, corales y plástico; además de fotografías, dibujos sobre papel y pinturas sobre lienzo. La caseta poseía un diseño funcional con una marcada intención artística, dada por el colorido, las figuras de círculos en el interior y en el exterior, el solárium, o la disposición rítmica de las alrededor de cincuenta ventanas de diversos tamaños y la puerta, que proyectaban la luz de día y de noche; con seguridad, la estructura y ubicación de la caseta respondía a un estudio minucioso de la luz, los puntos cardinales y el clima de esa geografía costera.
En cuanto a las esculturas del jardín, movía manualmente cada piedra para luego pegarlas con cemento y crear un conjunto caprichoso cerca de la caseta; algunas en forma de pináculos, fuentes, pórticos, o gigantescos templos. Consideraba cada piedra como una palabra sin ruido, que unidas formaban aforismos. Pura poesía visual, escenificada en el silencio de la soledad de un artista, que construyó su hogar ideal, su refugio para escapar del mundo. Sus obras de décadas de trabajo eran todo lo que poseía y las amaba como un padre a sus hijos.
De ahí que fuera un golpe tan duro, cuando en una mañana de noviembre del 2002, su Museo amaneciera cubierto de chapapote. Un barco había colapsado en medio de la tormenta, derramando al mar setenta y siete mil toneladas de petróleo. Con la marea negra provocada por el Prestige, no solo quedó devastada buena parte de las costas gallegas, sino la obra de toda una vida de este prolífero artista. La tristeza, la pena y la desilusión ahogaron el corazón de Man ya sin fuerzas; quien muere a los 66 años, al mes siguiente del terrible desastre.
Durante todo ese tiempo de entrega espiritual y esfuerzo, hubo quienes lo tenían por loco y vago; en cambio otros lo veían como un genio, o un adivino capaz de predecir sucesos. Pero Man no era más que un artista en plena libertad de crear, que asumió el riesgo del anonimato al desarrollar sus producciones en un lugar apartado de circuitos artísticos, lejos de galerías, ferias, coleccionistas, críticos y subastas. Riesgo que a la vez resultó su mayor mérito: con su aislamiento, se mantuvo fuera de ambientes contaminados por el mercado y presiones sociales, para realizar una obra artística en comunión consigo mismo, y consolidar un cuerpo coherente, donde se fusionaron distintas manifestaciones, bajo la premisa de demostrar la posibilidad real de establecer un enlace entre el arte y la vida. Man irrumpe desde la experimentación y la búsqueda de su yo; logra difuminar fronteras clasificatorias que lo encierren o enmarquen en tendencias, movimientos y períodos; y se convierte en el eslabón necesario para entender el proceso creativo cual amplio ciclo, sin límites, principio ni fin.[2]