Sin visa y sin pasaporte: artistas outsiders en La Bienal de Venecia

Cómo dejar de asistir a la 60ª edición de La Bienal de Venecia, si en esta ocasión su concepto curatorial incluía de manera explícita la presencia de artistas outsiders. Un hecho de marcada relevancia para quienes nos dedicamos al estudio y promoción del género, que no podía pasar desapercibido. Sobre todo, por la expectativa que puede provocar en un proyecto expositivo de esta magnitud, el diálogo entre artistas brut y académicos de diferentes latitudes, frente a los códigos contemporáneos que unos y otros implementan, desde sus diferentes contextos culturales y circunstancias vivenciales, ya fuesen políticas, sociales o personales.

Esta exhibición internacional, contó con trescientos treinta y un artistas de ochenta países, superando cuantitativamente el número de participantes de la pasada edición, varios de ellos, por primera vez en el evento, donde se puso especial énfasis en las producciones artísticas del Sur Global, los procesos de descolonización, los colectivos desfavorecidos, y el desplazamiento de exiliados, refugiados y emigrantes. La muestra central de La Bienal tomó como título la expresión Stranieri Ovunque, sobre la cual su comisario Adriano Pedrosa (Río de Janeiro, 1965) apuntaba: “En primer lugar, dondequiera que vayas y estés siempre encontrarás extranjeros: ellos/nosotros estamos en todas partes. En segundo lugar, que no importa dónde te encuentres, siempre eres verdaderamente, y en el fondo, un extranjero (…)”. Sobre tal primicia, Pedrosa optó por una mayor visualización de los artistas queer, outsiders, populares e indígenas. Los que con frecuencia, son tratados como extranjeros incluso en sus propios territorios; situación que los lleva a la construcción de nuevos territorios de identidad, de auto-reconocimiento, fuera de fronteras geográficas, físicas y sociopolíticas. 

Los artistas outsiders cuya presencia pude constatar en la muestra fueron: Madge Gill (Gran Bretaña, Londres, 1882-1961), Anna Zemánková (Moravia, Olomouc, 1908 – Praga,1986), Aloïse Corbaz (Suiza, Lausana, 1986 – Gimel, 1964 ), y Leopold Strobl (Austria, Mistelbach, 1960). Me llamó la atención que tres de ellos (Madge, Anna y Aloïse), fuesen ya clásicos dentro del género, y que varias de sus obras en exhibición, acaso entre las más grandilocuentes por sus dimensiones, resultaban bien conocidas, dada su inclusión en otras muestras de peso, o su publicación en volúmenes de renombradas editoriales. Lo que evidenciaba en este sentido, un trabajo poco arriesgado en cuanto a propuestas de artistas outsiders. Por otro lado, el hecho de que los cuatro procedieran de Occidente dejaba mucho que desear, cuando en la actualidad continúan surgiendo de ese Sur desfavorecido al que apuesta el evento, casos genuinos, vulnerables, y ajenos a estrategias de mercado. Los que aún permanecen en las sombras, debido a la carencia de un ejercicio de promoción y de investigación coherente, que influya en el reconocimiento efectivo de sus producciones. Luego, ¿Cuál pudiera ser el posible balance entre la participación de apenas cuatro artistas outsiders, frente a un evento de más de trescientos? 

Tuve el cuidado de preguntar a los promotores en salas, por si se trataba de un error de mi parte y quizás se me escapaba alguna otra propuesta. Parece ser que, si de lo outsider hablamos, La Bienal se nos quedó más en la buena intención de la idea, que en la realidad del contenido artístico. Vale recordar, que en anteriores ediciones, también se habían incluido artistas brut y outsiders. Algunos ejemplos de los últimos años fueron:

En la 55ª edición del 2013, la exposición central de El Palacio Enciclopédico comisariado por Massimiliano Gioni (Italia, 1973) presentó a Arthur Bispo do Rosario (Japaratuba, Brasil – Río de Janeiro, 1989) con la instalación de varias de sus obras, aunque fue en 1995 su debut en este escenario; también encontramos las obras de Guo Fengyi (China, Xi’an, 1942 – 2010), Emma Kunz (Suiza, Brittnau, 1942 – Waldstaff, 1963), Augustin Lesage (Francia, 1876 – 1954) y la propia Anna Zemánková. En la 57 ª edición del 2017, dentro de la muestra Viva Arte Viva, comisariada por Christine Macel (Francia, 1969), encontramos las producciones de Dan Miller (California, Estados Unidos,1961), Luboš Plný (República Checa, 1961)) y Judith Scott (Estados Unidos, Ohio, 1943 – California, 2005). Luego, en la número 59 ª del 2022,  durante la muestra central  La leche de los sueños, inspirada en un libro de Leonora Carrington (Inglaterra, 1917 – México, 2011) y comisariada por Cecilia Alemani (Italia, 1977), se contempló la presencia de Josefa Tolrá ( Cabrils, Barcelona, 1880 – 1959), junto a Georgina Houghton (Las Palmas de Gran Canaria, 1814 – Londres, 1884), Minnie Evans (Carolina del Norte, Estados Unidos, 1892 – 1987), Gisèle Prassinos (Constantinopla, 1920 – París, 2015), Milly Canavero (Génova, Italia, 1920 – 2010), y Unica Zürn (Berlín, 1916 – París, 1970).

Pero regresemos a los artistas que nos atañen en la actual Bienal:

Solo una pieza de Madge Gill la representaba, al ocupar buena parte de una de las salas del Pabellón Central. Se trataba de Crucifixión del alma (1934), realizada en tintas de colores sobre calicó, con las dimensiones de 147,3 x 1062 cm. Mientras, la artista italiana Giulia Andreani (Venecia, 1985) establecía un diálogo con la misma, en el que exploraba desde la pintura y la escultura, la relación entre feminismo y espiritismo como forma de resistencia ante el escenario político y de emancipación de la mujer, en la Gran Bretaña de inicios del siglo XX, y resaltaba la figura de Gill como pionera dentro del campo artístico. 

A Madge la guiaba Myrninerest en sus producciones, un espíritu que conducía su mano hacia el dibujo desenfrenado, hipnótico, repetitivo. Se trataba de una especie de ángel místico que en cada pintura la transportaba a una experiencia mediúmnica, en la que Madge en estado de trance, entraba en un universo diferente; donde el éxtasis de la creación la llevaba hacia espacios que la distanciaban de una historia de vida marcada por el dolor. Fue entregada a un orfanato a la edad de nueve años, un hecho que signó su infancia con episodios de carencias afectivas y materiales. Su adolescencia de emigrante involuntaria, complejizó sus circunstancias en las que ganarse el pan en Canadá, Ontario, pesaba tanto como la añoranza por el regreso a su tierra. En su adultez, ya de vuelta a Londres, se casa y tiene cuatro hijos. De ellos mueren dos, el segundo, una niña durante el momento del parto, hecho que la lleva a enfermar. Desde antes ya venía con la salud debilitada por dos complejas operaciones, y fue a la edad de 38 años cuando entró en contacto con Myrninerest, quien no le abandonaría hasta su muerte.

La artista solía trabajar en las noches bajo la guía de su espíritu. Además de dibujar, escribía con una grafía indescifrable, tocaba el piano, cantaba, tejía, diseñaba vestidos, cojines y mantas. Sus composiciones artísticas llevaban la firma de Myrninerest y podían medir desde treinta metros hasta el tamaño de una postal. Estas, parecían guardar enigmas que Gill nunca develó. A modo de patrón, empleaba con frecuencia el mismo rostro de mujer sin apenas expresión facial, que envolvía entre elementos geométricos, arquitectónicos, garabatos y motivos florales, cual si se tratase de una dimensión otra.

Al continuar el tránsito por el Pabellón Central, la potencia de un aria parecía escucharse desde la sala que presentaba las piezas de Aloïse Corbaz, en esa evocación eterna a la ópera que le caracteriza, al romance delirante, a la pasión desmedida, al erotismo del cuerpo. Ocho obras de mediano y gran formato seducían al espectador por los contrastes de color, por las narraciones de posibles actos que difuminaban los límites entre la fantasía, la realidad, lo teatral; por las simbologías personales y lo íntimo del dibujo, a pesar de su torpeza. Entre ellas, una pieza imprescindible dentro de las producciones de la artista: Le Cloisonné de Théâtre (1941 – 1951), en la que utilizó la técnica de la acuarela con lápices de colores y zumo de geranio sobre el papel. Para esta obra de 1404 x 99 cm, la artista fue uniendo mediante costuras visibles, cada parte de las escenas hasta conformar un gran teatro de emociones, donde lo femenino afloraba en esa sexualidad impúdica de la artista. Aloïse no temía mostrar su lado ardiente, ni la febrilidad del amor quimérico que marcó su vida, para proyectarlo con vehemencia en sus pinturas.

Toda la extensa producción de Aloïse, fue realizada durante más de cuarenta años de reclusión en un Hospital Psiquiátrico de Lausana. De joven fue diagnosticada con esquizofrenia, luego de episodios obsesivos en los que creía mantener una relación con el káiser Guillermo II, para quien había trabajado en la corte como institutriz. La precariedad de la factura en las piezas, viene determinada por la escasez de recursos dentro del establecimiento hospitalario. En el que al inicio pintaba en secreto, hasta que atrajo la atención del personal médico, algunos de los cuales, sobre todo las enfermeras, pasaron a integrar su elenco de actores sobre el papel. Solía emplear pigmentos de extractos vegetales y pasta de diente, junto a lápices de colores y pastel óleo.

Un silencio abrazador dominaba la obra de Anna Zemánková. Ante la belleza de sus jardines imaginarios el sonido desaparecía. Alcancé a ver en la distancia, la esquina donde yacían sus ocho obras, en medio de la avalancha de propuestas visuales del Núcleo Contemporáneo del Arsenal. Y me acerqué a ellas con la prisa del viajero que encuentra un oasis en medio del desierto. En sus composiciones, la fragilidad del gesto artístico asomaba y dejaba cierto presagio de paz en el aire, de quietud. El arte de observar dominaba el instante en el deleite por las formas orgánicas, sin cuestionar lo irreal ni lo maravilloso que te conducía de una estructura a la otra. La pausa te obligaba a la introspección, a involucrarte en el dibujo y recorrer cada detalle. Estaba frente a jardines que detenían el tiempo.

Y tuvo que detenerse también, en aquellas horas de la madrugada en las que la artista prefería recrear su fantástico herbolario. La madre entregada, la abuela en su misión de fidelidad, experimentó el desasosiego de la partida de casa de sus hijos, y le invadió el síndrome del nido vacío al extremo del decaimiento emocional. Fueron sus flores, nacidas entre el sueño y la vigilia, las que empezaron a llenar de color su espacio vital, a otorgarle un sentido nuevo a su cotidianeidad. En ellas, era notable la influencia de un contexto cultural de tradiciones, que la artista implementaba como recurso técnico, pero no como motivo. Utilizaba en sus collages: textiles, plumas y bordados, junto a lápices de colores y tinta, para crear un paisaje diferente, el suyo que llevaba dentro. Zemánková hacía crecer lo nuevo inmersa en un proceso de regeneración, en tanto demostraba la existencia de lo imperecedero en sus jardines, que aún están.

En cambio, en los paisajes mentales de Leopold Strobl, el observador se muestra en una soledad devastadora. En sus dieciséis obras de pequeño formato solo la arquitectura delata la existencia material del hombre. Se trata de dibujos con alma propia, poblados por formaciones rocosas que se presentan cual testigos mudos de los secretos de la naturaleza y de la vida. Extraños monolíticos, cráteres y montañas de negro, que parecen hablar sobre lo desconocido, escudriñar lo oculto a los ojos mundanos; guardianes solitarios de planos espirituales que representan todo lo visto por su autor. Una atmósfera onírica reina en las composiciones y la tensión al encontrarte en un territorio ignoto, minúsculo, te hace exhalar. 

Después de una cuidadosa selección, el artista interviene las imágenes recortadas de periódicos, con grafito y lápices de colores. Es notable la exquisitez en sus constantes cromáticas y la elección puntual de la luz: suele levantarse temprano en las mañanas y esperar la salida del sol hasta tener la iluminación justa, nada puede interferir la gama exacta, natural del color. Aplica a consciencia y con absoluto rigor el verde, el azul, incluso los verdeazules y las distintas tonalidades de amarillo. Pero su color favorito es el verde claro. Lo considera sagrado y confiesa que cuando trabajaba en los viñeros de su padre, el verde claro se le metió en la cabeza hasta volverle loco. Strobl siente estar cerca de dios mientras pinta, y al no poder describir con palabras los misterios a su alrededor, prefiere entonces hacerlo desde la pintura, gracias al carácter religioso, metafísico y filosófico que encuentra en ella. 

De ahí, que, en las inquietantes obras de Leopold, no solo se perciba ese grado poético que le imprime el autor, sino reflexivo. Las rocas en particular, resultan cuerpos raros, contradictorios en su morfología y color, ajenos a la luz; son forasteros que deambulan por todas partes, extranjeros sin visa y sin pasaporte, en un mundo que se rinde ante la deshumanización.

© Yaysis Ojeda Becerra / Ensayista e investigadora de Arte

Madrid, junio 2024


Notas

Para este artículo se consultaron los catálogos de la 55, 57, 59 y 60 Bienal de Venecia. Además de los volúmenes: Non Conformes. A New History Of Self-Taught Artists, Lisa Slominski, Yale University Press, 2022; Outsider & Vernacular Art. The Victor F. Keen Collection, Editorial Hirmer, 2020; Catálogo Colección Treger Saint Silvestre, Oliva Creative Factory, 2014; The book of the book, Editorial 5 Continentes y Christian Berst art brut, 2022; Leopold Strobl spricht über Leopold Strobl, galería gugging, cortometraje de Michael Brunner, 2020.

MADGE GILL, Crucifixión del alma, 1934, (detalle), tinta sobre calicó, Colección Newham Archives and Local Studies Library. Foto Yaysis Ojeda Becerra // ALOïSE CORBAZ, L´Angleterre – Trône de Delhi, lápices de color sobre papel, & Noël, técnica mixta sobre papel, 1951 – 1960, Colección Christine et Jean -David Mermod, Foto Yaysis Ojeda Becerra //ANNA ZEMÁNKOVÁ, Sin título & Sin título, 1980 ca. Collage de satín, color de la tela y bolígrafo sobre papel, Foto Yaysis Ojeda Becerra Yaysis Ojeda Becerra // LEOPOLD STROBL, Sin título, 2021, 5.4 x 9.6 cm, lápiz, lápices de colores sobre papel periódico, montado sobre papel. Cortesía galería gugging.

La versión italiana de este texto, se publicó en el número 28 /otoño 2024, de la revista Osservatorio Outsider Art di Palemo, Italia.



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