LAS CONSOMBRERO se retratan

En Las Consombrero cada obra es un fragmento autobiográfico, un retrato íntimo que se devela tras el gesto artístico, un testimonio visual que desde el inconsciente reta al tiempo, lo cuestiona, sin que sea la intención de las artistas. Ellas, siguen el impulso natural de sus necesidades expresivas, que a falta de palabras, manifiestan a través del lenguaje de la imagen, en códigos visuales que acentúan el indudable valor de la diversidad y nos hacen reflexionar sobre esa mirada otra, libre, despojada de condicionamientos, de imposiciones sociales. Ellas, son las madrileñas: María Lapastora (1987), Marina Sacaluga (1986), Itziar Martín (1991) y Olga Peña (1997); cuatro jóvenes creadoras con distintas sensibilidades que fueron seleccionadas para la muestra, por ese paisaje emocional que son capaces de ofrecer, a partir de la abstracción delirante y el golpe salvaje del color. 

Cuando conocí la obra de Marina Sacaluga, pensé en el entusiasmo que provocaría a los grandes maestros de la abstracción si hubieran tenido la oportunidad de conocer su proceso creativo; y es que Sacaluga, sin reconocerse ella misma en su indiscutible condición, logra resolver desde el silencio, contundentes composiciones a intervalos irregulares de tiempo. La artista no articula palabras y su mundo resulta hermético para la mayoría, solo los más cercanos a ella, logran descifrar esa mirada profunda y esa naturaleza expresiva, que manifiesta en la densidad de sus abstracciones. 

Una reacción incontrolable sobre el soporte domina a Sacaluga en sus pinturas y dibujos. La indómita, (1) como fue llamada en su pasada muestra personal, decide cada color a utilizar y establece las pautas del ritmo a seguir, aunque en ocasiones llegue a romper el papel por la fuerza que le imprime a sus trazos, mientras se escucha el sonido seco de la punta de los lápices sobre la superficie, en cortos recorridos y sucesivos giros, o en el desplazamiento blando de las ceras. Sacaluga es pasión incontrolable, es acción plástica en abierto ejercicio comunicativo, con la inclusión del cuerpo en dinámicas de interacción que por instantes entran en el campo de lo lúdico, espacio vital dentro del que se representa y crece.

En cambio, en las abstracciones de María Lapastora la paz es absoluta. Deja escapar en cada dibujo a tinta, paisajes íntimos en blanco y negro, que al trabajarlos desde vistas aéreas, delatan la intención de recrearse en los pequeños detalles. Primero, traza las zonas extensas que permanecen blancas, impolutas. Unas, son las siluetas que los objetos de uso personal dejan al apoyarlos sobre el soporte, otras, solo “cosas” que se escapan al azar de sus pensamientos. Luego, recubre el resto del papel con una especie de diminutas celdas, que empiezan bordeando las formas hasta cubrirlo todo a su alrededor. Llama la atención, la postura que María adopta al trazarlas: apoya el torso sobre el dibujo y acerca su rostro a pocos centímetros, como si quisiera respirarlo, sentirlo con algo más que la punta del bolígrafo.

Pareciera también que la variable del tiempo no existiera para Lapastora cuando dibuja. Su paciencia resulta infinita al esbozar con extremo cuidado estas apretadas celdas. En su dedicación puede emplear hasta un mes en tan solo un trabajo de mediano formato. No se respira obsesión en su constancia, sino pausa, disfrute, como quien borda un camino sin destino ni fin, y se burla de las horas que le son ajenas, no transcurren, al menos durante esos momentos de creación. 

Con Olga Peña, lo figurativo y lo abstracto se fusionan para develar un universo infantil en el que la artista permanece, juega y se recrea, al plasmar los personajes cercanos que le acompañan en su día a día: Mike, Sulley, Randal y la niña humana Boo del filme de animación Monsters.Inc; además de sus entrañables muñecas Monster High que lleva consigo adonde quiera que va. Olga ha desarrollado un particular interés en configurar estos personajes, desde la esencia que cada uno transmite en su filmografía y caracterización hasta hacerlos propios; en tanto el espectador saca fuera sus miedos en unos ojos que miran desde la penumbra, y aprende a no juzgar por la apariencia del grotesco, a observar al otro, a valorarlo en su diversidad.

Sería incierto considerar estos argumentos como suyos, aunque todo apunta hacia su comprensión y empatía al pintar sus monstruos de modo insistente, en atmósferas de colores que se van interponiendo unas sobre otras, gracias a la técnica de la cera, para después raspar las capas de pintura hasta dejar ver el tono claro de fondo. La artista descubre sus monstruos amigos, los comparte y sonríe en un gesto ingenuo, que nos hace pensar en aquellos que todos llevamos dentro. 

Llega la explosión de color con Itziar Martín. Sus piezas escultóricas a crochet reúnen de cierto modo la personalidad festiva de la artista, además de su paso por el baile flamenco, o sus antecedentes en el dibujo, ya desde entonces con una paleta vibrante. De ahí que las obras sostengan un pulso fauvista, que contrasta con las puntadas abiertas, gruesas, y los fragmentos de tejidos que se suceden al bordear las figuras dejando al descubierto los hilos que los unen. Detalles estos, que contribuyen al énfasis del movimiento visual de las esculturas, en las que el ojo no descansa al sorprenderse con elementos imprevistos por sus posibles significados, y en la construcción de una trama bella en sus torpezas, que incita a la experiencia sensorial del tacto.

Hay histrionismo en los cuerpos tejidos que salen de la espontaneidad expresiva de Itziar, sin temer al error en las puntadas, al juicio inoportuno. Acaso como parte importante de un ensayo mayor que nunca terminamos de aprender. Sus obras presentes en la muestra, conforman dos cuerpos femeninos de intensos colores que impactan por sus ademanes sensuales y disimiles lecturas. Llevan sombreros que son ojos, que son cabezas, y que se convierten en vestidos, senos, vientre, colas, flecos, volantes. Ellas se plantan desde la seducción por lo desconocido, quizás con el propósito de acompañarnos en la danza eterna de la vida.

El título de la muestra, por un lado, parafrasea al emblemático Colectivo Debajo del Sombrero, (2) al que pertenecen las artistas; y por otro, resulta un guiño al grupo de Las Sinsombrero del Madrid de los años veinte, integrado por artistas, poetas y escritoras que reivindicaban los derechos de la mujer en la sociedad y el arte. Siguiendo este sentido reivindicativo, el criterio comisariar de Las Consombrero, apunta hacia el lugar de la mujer en el art brut y outsider, donde en repetidas ocasiones, a ellas les resulta complejo manifestarse hasta quedar liberadas del peso de las responsabilidades familiares, de los estigmas sociales aún presentes, y responder al quejido primario de la creación que marcará sus devenires. Por lo que se pretende, posicionar a las artistas cual voces a tener en cuenta en el contexto actual del arte español, y evidenciar el lugar que el género ocupa dentro del polémico puzzle del llamado arte contemporáneo. (3)

© Yaysis Ojeda Becerra / Comisaria, crítica de Arte

   Madrid, 17 de febrero 2024.

NOTAS

(1) Indómita, muestra personal de Marina Sacaluga, comisariada por Ana Belén Núñez, Asociación Pauta, sala expositiva Maruja Mallo, Centro Cultural Clara Campoamor, Madrid, febrero 2021.

(2) Plataforma de creación artística, investigación metodológica y de promoción de carreras de artistas, dirigida a personas con discapacidad intelectual. Fundada en 2007 y con sede actual en Matadero, Madrid. 

(3) Texto de catálogo para la muestra colectiva Las Consombrero, integrada por catorce obras de cuatro artistas brut madrileñas. Esta exposición fue comisariada por Yaysis Ojeda Becerra y quedó abierta al público del 7 de marzo al 7 de abril del 2024, durante el Festival Mujeres en Nuevo Montacargas a propósito del Día Internacional de la Mujer, Espacio multicultural Nuevo Montacargas, barrio Puerta del Ángel, Madrid. (Publicado en su versión francesa en la REVUE TRAKT, #22, 2024)


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